Palma, sábado 10 de junio de 2023
Concierto de Joaquín Sabina en Son Fusteret dentro de su gira Contra todo pronóstico
Diez minutos más tarde de lo previsto es lo que tardó en salir al escenario el maestro de Úbeda, visiblemente pausado aunque milagrosamente recuperado de una aparatosa gripe que le costó más de una semana superar y que tuvo en vilo a las 7.000 personas que abarrotaron Son Fusteret la noche del sábado para ver una vez más en directo, quizás la penúltima, al autor español más célebre, ingenioso y laureado del siglo XX.
Sin llegar a ser una de las mejores actuaciones que ha ofrecido en la isla en los últimos años, arrancó la velada sosegado y cargado de melancolía con «Cuando era más Joven», para posteriormente anunciarnos que, por si fuera poco, no contaba esta vez con Pedro Barceló (su habitual batería), debido a un accidente que había sufrido, y que había sido sustituido con acierto por nuestro Christian Constantini (mitad mallorquín, mitad argentino), que se hizo cargo del instrumento para solucionar con plena solvencia la papeleta.
«Sintiéndolo mucho», a rebufo del estupendo documental de Fernando León de Aranoa, precedió a los chascarrillos habituales, recordándonos una vez más que aquí hizo la mili y se casó por primera vez. Justo antes de abordar «Mentiras Piadosas» y «Lágrimas de mármol”, que ya desde sus primeros segundos desprendió ese tufillo a Leiva tan reconocible como innecesario, compuesta recientemente con su último y «nuevo amigo». Momento en el que aprovechó para insistir en eso tan cuestionable como que llevaba la mejor banda que ha llevado en su vida, obviando por completo la ausencia de Pancho Varona, al que él no echa de menos (aparentemente) sobre el escenario, pero el público sí, como así comentaban por lo bajini algunos asistentes.
«El Bulevar de los Sueños Rotos» nos trajo de nuevo a la cabeza a su querida y admirada Chavela Vargas, dando por finiquitada la primera parte de un concierto tan medido como previsible.
Todo perdonado y también justificado para un Joaquín Sabina que quizás no esté pasando por su mejor momento vital o profesional, pero que nos ha dado tanto a tantos con su música que no nos importa. La ceremonia se convierte en un acontecimiento casi tribal con esas canciones eternas que ya nos pertenecen a todos…
Siete canciones del tirón cantó Joaquín, que no es poco dadas las circunstancias. Y a partir de ahí y su retirada momentánea del escenario es cuando el concierto cambió por completo al ceder el peso de la interpretación a su guitarrista Jaime Asúa, que resolvió de forma voluntariosa «Llueve sobre mojado»; a María Barros y su imponente voz en «Yo quiero ser una chica Almodovar», y a su escudero «superviviente» Antonio Garcia de Diego, que abordó «La canción más hermosa del mundo», en un bypass de la actuación que se parecía más a la banda sabinera que a un concierto de Sabina.
Como el Cid Campeador subió de nuevo al escenario para entrar en la parte más intensa y emocionante del concierto. Prácticamente solo, con piano o guitarra y esa inconfundible voz, se adentró en nuestras almas con «Tan joven y tan viejo», «A la orilla de la chimenea» y «Una canción para la Magdalena», con la que consiguió que algunos asistentes no pudiesen contener alguna lagrimita. De paso nos confirmó que, aunque cualquiera de los músicos de la banda pueda tener mejor voz que él, nadie puede cantar esas canciones como el propio Sabina.
Las sagradas escrituras de «19 días y 500 noches» y «Peces de ciudad» devolvieron el sonido a la banda que le acompañaba. Y de ahí, homenaje a la copla y a sus queridos Quintero, León y Quiroga, de nuevo salvada por la voz de María Barros. Pero tuvo que ser «Princesa» la que por fin consiguió poner al pasivo y reflexivo público de pie, algo que llegamos a pensar que no iba a ocurrir en ningún momento de la noche, dada la liturgia pausada y ceremonial del concierto.
Ya entrados en los bises y a pesar de que tampoco se pudo oír la voz de Sabina en «El caso de la rubia platino», cantada de nuevo por Jaime Asúa, a esas alturas del concierto ya todo daba igual. Todo perdonado y también justificado para un Joaquín Sabina que quizás no esté pasando por su mejor momento vital o profesional, pero que nos ha dado tanto a tantos con su música que no nos importa. La ceremonia se convierte en un acontecimiento casi tribal con esas canciones eternas que ya nos pertenecen a todos y con las que consigue como ningún otro autor que pensemos que hablan de nuestras propias vidas y miserias. Cerró la prórroga y el set final con «Noches de Boda», seguida por «Y nos dieron las diez» a modo karaoke multitudinario y sus festivas, irónicas y circenses «Pastillas para no soñar» como colofón.
23 canciones y dos horas de concierto con altibajos y la sensación de que, aunque uno lo haya visto ya mil veces (unas mejores que otras), da igual, no hay que perdérselo si vuelve, haga lo que haga. Joaquín Sabina hace décadas que se convirtió en algo místico y casi religioso para muchos. Su música está dotada de esa energía sanadora universal y forma ya parte de un imaginario popular y autóctono con el que todos nos identificamos, y eso está por encima de cualquier circunstancia. Escuchar esas canciones en directo es un regalo que no hay que desperdiciar, pase lo que pase, dure lo que dure.
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