Nada nos gusta más que una buena historia. Si esta, además, conjuga música, misterio y ocultismo, ya posee todos los ingredientes para captar nuestra atención durante unos minutos. Esta es la misteriosa historia, convertida en leyenda, de uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos.
Robert Johnson era un cantante y guitarrista de blues originario de Hazlehurst, Misisipi, una pequeña localidad del profundo sur de los Estados Unidos. Tras años de práctica con la guitarra desde su más tierna infancia, un día al fin pudo ponerse a prueba. A su ciudad llegó Son House, veterano guitarrista y uno de los mejores músicos del momento, quien tras oírle tocar aseguró que carecía del más mínimo talento para la música. Burlándose de él en público, auguró que su carrera estaría abocada a la mediocridad, lo cual supuso una profunda humillación para el pobre Robert quien, tras este incidente, desapareció durante una larga temporada.
Años después, Son House volvió por la zona y Robert aprovechó la oportunidad para acercarse a tocar de nuevo delante de él. En esta ocasión, el experimentado guitarrista se sorprendió de la calidad interpretativa del joven aspirante. Para saciar la incredulidad generalizada respecto a sus progresos frente a las 6 cuerdas, Robert Johnson relató la historia de cómo llegó a conseguir esa prodigiosa forma de tocar, dando inicio a la leyenda en torno a su nombre que perdura hasta hoy.
Según declaró en numerosas ocasiones, todo empezó el día que se perdió por los caminos cercanos a la localidad de Clarskdale. Preso del agotamiento en su infructuoso intento por recobrar la orientación, se sentó en uno de los bordes del camino, junto a una encrucijada hasta que, tras un breve descanso, apareció por sorpresa un corpulento hombre ataviado con un sombrero de ala ancha. Sin mediar palabra, el enigmático sujeto cogió su preciada guitarra y la afinó mientras tocaba algunas notas. Robert intentó mirarle a la cara para saber quién era, pero no logró ver su rostro. Tras devolverle el instrumento bien calibrado, el misterioso hombre desapareció sin mediar palabra. Desde ese mismo instante, Johnson supo tocar el instrumento con tal maestría que consiguió hacerlo sonar como nunca nadie jamás lo había logrado, dejando entrever que el mismísimo Lucifer le había concedido aquel don divino a cambio de su mortal alma.
Desde entonces su leyenda comenzó a extenderse por el sureste de los Estados Unidos. La gente aseguraba que Robert actuaba de espaldas al público para que nadie pudiera ver el resplandor de sus ojos rojos cuando era poseído mientras interpretaba. O incluso que, si te fijabas con detenimiento, parecía haber dos personas tocando a la vez.
Y es que la historia contenía todos los ingredientes para envolver en un aura de misterio la figura de Robert Johnson y convertirlo en uno de los artistas de blues más valorados de la historia. Y eso pese a no llegar a la treintena de canciones recogidas en dos discos, de las cuales se cree que muchas no son originales, sino que eran canciones que circulaban en la época por el estado de Misisipi.
El relato de intenso olor a azufre, muy en la línea de la novela Fausto escrita siglos antes por Goethe, fue recogido en la canción Cross Road Blues junto a otros cinco temas que grabó antes de su muerte, temas que sirvieron para acrecentar su popularidad hasta elevarla a la categoría de mito.
La realidad, por desgracia, es mucho más prosaica. El virtuosismo alcanzado por el joven músico al frente de la guitarra, cuyas habilidades se anticiparon a la gran metamorfosis que sufriría el blues años después en Chicago, no fue debido a la mediación del Maligno.
El secreto de su sorprendente salto de calidad en tan poco tiempo, que los historiadores se han encargado de desvelar, residía en meses de intensa práctica bajo la atenta supervisión de su mentor, el guitarrista Ike Zinnerman. Los cerca de dos años que convivió con él, durante la búsqueda de su padre biológico en las pantanosas tierras de Alabama, le permitieron ensayar a diario y adiestrarse en las técnicas del fingerpicking y el bottleneck, de las cuales Zinnerman era todo un experto.
Su prematura muerte el 16 de agosto de 1938, a los 27 años de edad, también está envuelta en un halo de misterio. Algunos piensan que al igual que el Diablo le dio su portentosa habilidad, luego se la quitó en un cruce de caminos cerca de Greenwood, Misisipi. Pero la teoría más plausible es que fue envenenado con un insecticida para roedores en su botella de whisky por un tema de faldas en uno de los numerosos clubes que frecuentaba.
Sea como fuere, el desgraciado hecho le convirtió en el primer miembro del club de los 27, al que luego se sumarían figuras míticas como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Kobain o Amy Winehouse entre otros, pasando a formar parte del elenco de grandes artistas que nos abandonaron en el cenit de su carrera.
La reedición de sus grabaciones, medio siglo después de su muerte, logró alzarse con un Grammy y un disco de oro por sus ventas. Una gesta que no pocos desearían, aunque ello supusiera vender su alma al mismísimo Diablo.
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Director de Mallorca Music Magazine, ejerciendo de fotógrafo, editor y redactor.
Apasionado de la buena música y las artes escénicas.
Fotógrafo especializado en fotografía musical y de conciertos.
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