
Calvià, miércoles 16 de julio de 2025, recinto Es Jardí lleno con 5.000 espectadores
Amargura y jolgorio con Marc Anthony
El neoyorquino de nacimiento y puertorriqueño de riego sanguíneo superó los inconvenientes de su voz baqueteada con un dinamismo escénico impecable
Por Víctor M. Conejo
Antonio Sureda (ver galería)
La velada empezó mal, muy mal, porque nos perdimos a La Canija. Efectos complementarios de una cola de expectación que a pocos minutos del inicio del salsero llegaba hasta la rotonda de Son Ferrer. Podemos prometer y prometemos que no volverá a pasar: a esa Canija hay que verla y disfrutarla todas las veces que se pueda.
Soniquete de percusión y de teclados engolados. Cimbreos coordinados y palmas al alimón en los metales. Imágenes de preparación del artista en BN, pero son de archivo, Nueva York por todas partes. Curioso popurrí de inicio incluyendo «La gozadera». Y salió. Solo once minutos de retraso, es bien.
Ya al poco le tiran un sostén, que se puso de anteojos. Ha salido firme, conveniente, consecuente y creíblemente espídico. Tiene que ser así: esto es salsazo, que lleva dentro más vida que tres Amazonias. El inicio es retumbante, amplia banda colosal mediante, pero enseguida nos llega la amargura: el intérprete anda justito de cuerdas vocales. Solo hay dos cantantes en toda la historia a quienes se ha coronado como ‘La Voz’: Frank Sinatra y, precisamente, el tótem de la salsa que era Héctor Lavoe. Marc Anthony es la renovación de esas alcurnias porque su voz es portentosa. El género que mayoritariamente transita es hiperexigente, por lo que no es raro que en ocasiones se evidencie humano y sufra las consecuencias del exceso y éxtasis con los que siempre ha gustado de interpretar.
Hubo pasajes durante la tórrida noche en los que la voz torcida recuperó efervescencia, recordando que siempre ha sido capaz de devorar el mar…
Casi al mismo tiempo empezó a crecer la evidencia de que el figurón vocal también lo sigue siendo escénico. Sudó dinamismo con simpatía y cercanía, con algún machirulismo dispensable, como también los tenían Gabo o el mismo Sinatra. También ayudó un setlist con picardía: a la tercera ya sonó un pepinazo como «Valió la pena». A esas alturas el jolgorio ya había hecho saltar la banca y las caderas, y los arrimones entre parejas del público se multiplicaban. Incluso se obviaron las curiosas pausas laaaaaaaargas que hubo entre la mayoría de canciones.
Hubo pasajes durante la tórrida noche en los que la voz torcida recuperó efervescencia, recordando que siempre ha sido capaz de devorar el mar (tal vez no durante el azúcar que aportó interpretar «¿Y cómo es el?» de Perales). El repertorio se salseó eficazmente con baladones, bachatismo, vieja escuela y nuevas interpretaciones clasicistas.
Es por todo ello que a este artista se le identifica como divo de hotel cinco estrellas tanto como de cantina. Menciones especiales para el guitarrista, capaz de encajar sonidos rockeros casi metaleros en melismas latinos, y también para las hostias que el percusionista repartió a sus bombos y cajas. Para el final, iconos del neolatinismo como «Mala» y de nuevo un temarraco, «Vivir mi vida». Las sentencias finales, prácticamente descamisado, de nuevo entre la granujería y la proclama: «Disculpen que muestre los pezones pero hace mucho calor» y «Que viva la raza latina».
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