Palma, jueves 8 de agosto de 2024
Desde La Habana, Camerún
Por Víctor M. Conejo
José Luis Luna (ver galería)
Puede parecer un simplismo pero en absoluto lo es: no hay que olvidar nunca que Richard Bona (Minta, 1967) es camerunés. Es decir, dado su origen, su esencia musical como africano es melódica y no percutiva, como sí es en otras zonas del continente. El caldero en el que nació y maceró su concepción artística no son los latidos metódicamente acompasados que llevan a lo rítmico y a la percusión, sino el fluir del riego sanguíneo que conduce a la cadencia y a la armonía. Además, el músico no nació en una ciudad o pueblo, sino en una gran comuna, organización social muy habitual en su país. Eso le ha aportado otra de sus características como creador e intérprete: la generosidad que surge del placer de compartir.
¿Qué puede pasar por tanto si se juntan un camerunés y un cubano a hacer música bajo el tamiz del jazz? Melodía por encima de todo. No es que no hubiera jazz, pero desde luego fue un concierto amable. Un recital para oídos no necesariamente profanos, pero tampoco especialmente cultivados. El recurso habitual cuando alguien gigantesco como Bona se acerca a repertorio popular suele ser arrancar un tema e incluir minutos y minutos de solo o de improvisación, bien del protagonista bien en rueda con el resto de la banda, pero en este concierto lo que primó fue mecerse en la melodía y el canto. Y claro, hablamos de la voz, la preciosa voz aguda de Richard Bona: cada interpretación fue encantadora. Más, fue divina.
Al piano, Alfredo Rodríguez evidencia su sólida formación clásica. Por supuesto que es un portento del jazz (cubano, caribeño, latino, universal), pero siendo rigorista se podría afirmar que si bien la mano izquierda estuvo impecable, martilleante, rica, infalible, la derecha sonó demasiado neoclásica. En general hubo apuntes funk, arabizantes y hasta sinfónicos, pero sobre todo hubo un viaje hasta el Club Tropicana de los años 50 («Ay, mamá Inés», «Guantanamera», «El manisero», «Quizás, quizás, quizás»), aquel donde la sabiduría musical conjugó a la perfección con el puro divertimento de las masas. Y en el centro, el griot camerunés, el contador de historias, el narrador hipnótico de sonrisa perenne que todo lo que toca lo convierte en un continente de música.
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