Los libros de historia del arte cuentan que cuando se inauguró el polidíptico de la catedral de Gante, pintado por Van Eyck en el siglo XV, la gente retrocedía espantada al ver aquellas pinturas a tamaño natural. Personajes, horizontes, ángeles, que surgían de la nada y parecían abalanzarse sobre ellos. Era algo inaudito para la inmensa mayoría de la población.
Cuando a finales del siglo XIX se proyectaron las primeras películas de los hermanos Lumière, aquel tren que se acercaba por la pantalla asustaba a los presentes, que gritaban y querían escapar de la sala. He pensando muchas veces en qué sentiría la gente de hace siglos cuando escuchaba por ejemplo una pieza de Bach en una catedral. No podemos imaginarlo. Pero para ellos, que a lo máximo que estarían acostumbrados serían piezas con instrumentos sencillos, aquello sería como una revelación. El lenguaje del Cielo.
¿Es un avance, una riqueza? ¿Aquellos hombres que se emocionaban en las iglesias al escuchar las piezas de órgano eran por eso inferiores a nosotros?
En realidad, esa ajenidad del lenguaje musical complejo duró hasta no hace tanto. En los 50, sin ir más lejos, la música era accesible solo por la radio, los discos y algunos conciertos. La experiencia musical seguía siendo algo raro, a veces extraordinario. La música llegaba a cambiar vidas, como ocurrió con la aparición del rock. Porque era casi como un lenguaje iniciático. Difícil de encontrar. A veces casi inaccesible.
Hoy en día, ocurre justamente todo lo contrario. El negocio musical ha llevado a una universalización de la música. Cada noche escucho a los coches que pasan bajo mi ventana con la música a todo volumen. En cualquier bar suena una música de fondo. Los paseantes van por la calle con unos auriculares tipo Mickey Mouse, absortos en su realidad paralela. Los patinetistas con sus bluetooth atronadores. Incluso he llegado a compartir carril de piscina con un hombre que escuchaba su reproductor de música subacuático.
¿Es un avance, una riqueza? ¿Aquellos hombres que se emocionaban en las iglesias al escuchar las piezas de órgano eran por eso inferiores a nosotros?
La música fue siempre el lenguaje de las emociones, incluso de los dioses. Porque mueve directamente los contenidos del corazón, sin pasar por la estación del entendimiento.
Uno de los grandes debates de nuestra época debería ser precisamente la instrumentalización de la música. Se ha democratizado hasta extremos increíbles, mucho más a partir del móvil. Pero en lugar de aportar un mayor conocimiento y sensibilidad sobre el lenguaje de los sonidos, uno tiene la sensación de que responde a un síndrome del «horror vacui». No es música para escuchar. Muchas veces se trata simplemente de música para llenar. Ocupando el vacío mental que deberían gestionar otras ocupaciones.
La música fue siempre el lenguaje de las emociones, incluso de los dioses. Porque mueve directamente los contenidos del corazón, sin pasar por la estación del entendimiento. Ha sido siempre profunda, imprevisible, mágica. Esa es una de sus facetas. Al lado de la música más cerebral, la festiva, la tribal…
Como perteneciente a una generación diferente a las actuales, cada vez me disgusta más esa promiscuidad de lo musical. El miedo al silencio. El llenamiento conductista del espacio mental. Porque tengo la sensación que toda esa música tan omnipresente, y a veces incluso machacante, lo único que desea es evitar precisamente el pensamiento y la sensibilidad, que siempre han sido las consecuencias más elevadas de la escucha musical.
Pero a ver quién defiende eso en la época del YouTube y el Spotify.
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Carlos Garrido Torres (Barcelona 1950) es periodista y escritor. Ha hecho también carrera en la música, formando parte, entre otros proyectos, de Rock & Press. Es autor del libro "La Guitarra Platónica" (Documenta balear) donde cuenta su adolescencia musical.
Sitio web: carlosgarridotorres.com.
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