Si el rock and roll fuese una fiera salvaje, este disco sería su rugido. «Exile on Main St.» es el momento en que los Rolling Stones hicieron exactamente lo que el resto del mundo esperaba que hicieran: desmoronarse con estilo y convertir ese desmoronamiento en una obra maestra. No, no es solo un disco. Es un terremoto polvoriento que derribó las fachadas del ‘buen gusto’ y dejó el caos y la gloria a la vista de todos. Este álbum huele a sudor, a decadencia, a heroína y a Jack Daniels. Pero, sobre todo, suena a rock and roll puro, asquerosamente puro.
Inglaterra los estaba exprimiendo como un carnicero exprime una tripa. Los impuestos les pisaban los talones y los Stones, en un giro de ironía absurda, estaban casi en bancarrota a pesar de ser la banda más grande del planeta. Su respuesta: largarse, exiliarse como forajidos, pero no en plan Bonnie y Clyde, sino con una sórdida elegancia rocanrolera. Keith Richards, el último pirata del siglo XX, elige como escondite Villa Nellcote, una mansión cerca de Niza con toda la solera del lujo que se pudre desde dentro. Una antigua guarida de la Gestapo que ahora se convertiría en el epicentro del caos sonoro.
Y aquí empieza el delirio. El estudio móvil de gira aparcado en el jardín, insuficiente electricidad (solución: engancharse a la corriente del ferrocarril, como si fueran okupas con pedigree) y un séquito de personajes sacados de una peli de Fellini con dólares falsos: camellos, groupies, músicos ocasionales y almas perdidas. Eran más de 70 cuerpos deambulando por los pasillos de esa mansión que olía a moho y a decadencia, donde los sótanos eran cámaras de tortura climática y los baños improvisados explotaban como granadas.
Keith Richards estaba en el paraíso: la mejor heroína del Mediterráneo a tiro de lancha. Mick Jagger iba y venía de París, más preocupado por el nacimiento de su primer hijo que por dirigir una sesión. La dinamo del álbum era Keith, sin lugar a dudas. Un Keith electrificado por las afinaciones abiertas que le sopló Ry Cooder y que se convertirían en su firma. Mick Taylor aportaba una delicadeza de cirujano mientras Charlie Watts mantenía el pulso del corazón podrido del álbum. Por allí se deslizaba también el saxo vicioso de Bobby Keys y el piano de Nicky Hopkins, como alcohol derramado por las teclas.
«Exile on Main St.» no es un álbum, es una maldita espiral descendente. Rock mugriento («Rip This Joint»), blues áspero («Ventilator Blues»), gospel bastardo («Shine a Light»), y soul achicharrado por el sol de la Costa Azul («Let It Loose»). Un espectro de géneros aplastados por los riffs y los desvaríos nocturnos. Aquí no hay singles brillando por encima del resto. Todo el maldito disco es un himno a la suciedad existencial, a la resaca perpetua, a la redención imposible.
Y claro, la fiesta no podía durar. Las autoridades francesas empezaron a olisquear el aire cargado de Nellcote. Keith fue apuntado por una orden de detención y todo el circo tuvo que recoger los trastos, como buitres satisfechos dejando un cadáver. Mick Jagger, el perfeccionista entre esta banda de hooligans del blues, tomó las cintas y voló a Los Ángeles para darle un poco de forma a este monstruo con el bisturí de Sunset Sound Studios.
Cuando el «Exile» salió a la luz, la crítica frunció el ceño. Demasiado largo, demasiado difuso, demasiado… todo. Pero a la mierda los críticos. Los Stones habían entregado un documento sonoro que era tan imperfecto como genuino. Un testamento de una época en que el rock todavía era un acto de rebelión real, no una postura estudiada. Los americanos lo entendieron mejor: este era el sonido de una banda redimiéndose después del desastre de Altamont, reconquistando el terreno que ellos mismos habían hecho explotar.
Ahora, 52 años después, «Exile on Main St.» es un disco totémico. No se escucha, se experimenta. Es un viaje al inframundo del rock, con los Stones como Virgilio y tú agarrado a una botella de whisky barato. Una obra maestra nacida del caos, de los sótanos húmedos y de un Keith Richards que, por aquel entonces, era más mito que hombre. Es, para muchos, el único disco de los Stones que importa realmente.
Sube el volumen y deja que te consuma… Esto es rock and roll sin censura, sin red y sin arrepentimientos. Tal como debería ser siempre.
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Músico, cantante y compositor en Urtain. Colaborador musical en Cadena Ser / Radio Mallorca. Redactor en Mallorca Music Magazine.
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